domingo, 18 de noviembre de 2007

Ensayos de José Blanco Regueira

Ensayos y conferencias de José Blanco regueira

LOS ESCOMBROS DE MANHATTAN (o de la positiva ausencia del pensamiento)

José Blanco Regueira
La Colmena, Revista de la Universidad Autónoma del Estado de México, Número 37, enero-marzo 2003, pp. 11-14
Lo “positivo” –hijo hipertrofiado de una metáfora matemática- es aquello a lo que se aferran nuestras manos temblorosas todos los días, como desesperado recurso ante la extenuación. Todos sabemos bien que si no estuviéramos extenuados, a nadie le hubiese pasado por las mientes pergeñar tal concepto. La “positividad” es el clavo siempre ardiente al que echan mano –gracias a Dios, a los periódicos y a la televisión- unas uñitas negras, negativas, hijas como son de unos dedos macilentos y ansiosos: manos sin alma de un mundo que se va.
Pero todo eso cabría aún en una película, si no reparáramos en la siguiente circunstancia abominable y silenciosa: el mundo que ahora se nos va es precisamente el que nunca ha venido, un mundo que sólo por fraude cobra el derecho de hacerse añorar por la conciencia. Fraude irrisorio de nuestros paraísos, almohada empapada en sangre sobre la cual los necios hacemos reposar nuestras cabezas, mundo mullido a horcajadas entre el Terror y la Representación, feble hipóstasis de un vil acomodo. Lo que llamamos nuestro mundo no es más que el fruto de una voluntad acomodaticia inseparable de los jadeos de una especie desahuciada.
Y es que en el fondo, actualmente, todo ser humano sabe que forma parte de un resto, de una naturaleza en extinción. Somos las uvas más degeneradas de una vid que se extinguió hace ya mucho tiempo: ¿quién se atrevería entonces sin náusea a paladear nuestro vino? ¿Quién tendría aún el mal gusto de embriagarse con el fruto de nuestra desdicha? Ni siquiera nosotros mismos somos ahora merecedores de nuestra desdicha y de nuestro delirio.
Habiendo sido expoliados hace ya mucho de la tragedia y de la fiesta, el sinsentido adorna nuestras cabezas como un flujo de excrecencias anónimas. La sangre es sólo una anécdota, mierda escarlata en la televisión. Y el pensamiento, criatura anacrónica y sin habla, lo cede todo a las noticias. Cuando la positividad de los hechos se enseñorea del espacio que otrora ocupara la vida, al pensamiento sólo le resta callar. Y su silencio puede ser equivalente al de un sepultado en Manhattan, al de un sabio en el Tibet o al de un niño en la Sierra Lacandona.

* * *

Existe una indiscutible obesidad de lo real. Con esto quiero decir que la realidad se torna día a día más incapaz de reconocer sus márgenes. Lo imaginario, fiel ejecutante de una función limitativa, ya no da abasto. Lo imaginario se dedica ahora a producir crecientes excedentes de grasa para agravar la obesidad que desde Grecia aqueja a lo real.
Ya que si los pensadores griegos (que determinan nuestra actual desgracia sin por eso haberla anticipado) trataron de extender el imperio de la Realidad hasta equipararlo con el dominio del Ser, todavía a costa de sacrificar, aplastándola, la fuerza de lo imaginario. Platón percibía en poetas y pintores un peligro real para la policía, para el orden de la polis. Mas ahora la fuerza de lo que antes se pensaba como imaginación ha sido hasta tal punto pervertida y confiscada que poetas y pintores poetizan y pintan al servicio de la policía. Actualmente la cultura, y en particular eso que muchos sinvergüenzas y unos cuantos despistados llaman “arte” no es más que el tentáculo artrítico pero imprescindible, por ahora, de un pulpo anónimo que agoniza entre clamores fatuos.
Bajo esta perspectiva, la técnica sólo cabría interpretarse como un efecto de prolongada hipertrofia cuyas raíces convendría buscar mucho antes de cualquier esfuerzo de civilización.[1] Hipertrofia del mono indefenso, cuyo único recurso ante el espacio ajeno fue la expansión: el hombre sólo ha podido protegerse de lo inhumano a base de expandir monstruosamente su cuerpo, de inventarse una segunda naturaleza tullida obvio es pero, por eso mismo, con delirantes pretensiones imperiales. La ciencia y la técnica son las hijas póstumas de un delirio atávico: voluntad excedentaria, recurso final de un resto que antecede a cualquier suma.
¿Cómo entonces podría exigírsenos que nos comportemos como seres históricos, es decir que vivamos en virtud de los cálculos que supuestamente aseguran nuestra sobrevivencia? Ya que la historia calcula, y para calcular se precisa el arte de la adición. Mas nosotros los restantes, los hijos del resto ¿podríamos acaso ejercerlo aún sin vergüenza? Nosotros los que no contamos, nosotros, el descuento obligado de la humanidad, ¿podríamos aún sumarnos a cualquier causa sin sonrojo? Hasta la multiplicación nos parece ahora un acto indecente, en la medida en que ha sido desde antaño asumida por la lógica del Capital.
Vomitamos entre espasmos sobre este mundo en ruinas, nos debatimos a brazo partido mientras (para defender a nuestros hijos) no gozamos ni siquiera del recurso del recuerdo. Ahora mismo la sonrisa ha pasado a ser un delito. Los ruiseñores pueden ser acusados de alta traición y los dientes de leche representan amenazas para el Monstruo. Y el monstruo no es ya nada ni nadie: fuera de haber sido despojados también estamos desposeídos del recurso de lo monstruoso. Ya no podemos decir, como lo hiciera Hölderlin, que “somos un monstruo privado de sentido”, porque el Monstruo siempre será otro, la monstruosidad misma nos aqueja desde un afuera inalcanzable.
¿Vale entonces la pena, en el desesperado afán de alcanzarlo, seguir haciendo crecer nuestros tentáculos sin fuerza para tratar de comunicarnos por vía digital con lo imposible?

* * *

Podría ser que sí. Lo que aún resta del sentido común tan perdido, pero a la vez tan eficiente en su perdición, dice que sí. Sí al ridículo y a la náusea, sí a lo que huye cuando ya todo ha huido, sí a los movimientos que se esbozan en un estado de integral parálisis. ¿Quién nos dice que no deberíamos de contentarnos en nuestra postración con un esbozo de potencia motriz? Los que rodean el cuerpo del paralítico, prójimos movedizos, celebran con entusiasmo los conatos de movimiento que ejecuta el lisiado. Con sus diez dedos todavía en buen uso no dudan en ovacionar la más mínima, imperceptible flexión de un dedo meñique. Parpadean con profusión de gozo para saludar en aquel cuerpo yacente, medio podrido, la vibración de una triste pestaña.
Quienes se congregan ante el lecho del moribundo degluten cada uno de sus gestos a partir de un sentimiento común de orgía fúnebre. Hay un sentir de particular delicia en toda acción expectante, y ese sentir se intensifica y regodea en sí propio cuando el espectáculo se alimenta de la debacle.
En la catástrofe, los deudos se reúnen alrededor de sí mismos. Se trata de disfrutar al unísono despidiendo al “Sí mismo”, cadáveres colectivos bajo los escombros, que no pasarían de ser carroña anónima si no hubieran podido decir alguna vez: yo, tú, él o ella, o mejor nosotros, nosotros los que ahora podemos disfrutar de las escombreras que sustituyen al sacrificio.
Ante el olor insoportable de la carroña humana –tan nuestra y tan caliente, tan reciente, tan nombrable-, se responde entonando salmos en lugar de pensar. Tal obligación fúnebre y responsiva conturba, por supuesto, a los impensantes, pero no altera en lo más mínimo su condición. La carroña humana de Manhattan no puede ya provocar lo que alguna vez trajera a la luz el olor a podrido en Dinamarca. No podrá pensarla nunca un Shakespeare. Y en ese su ser carroñero sin voz se parece en exceso a la de Hiroshima o de Vietnam, o sobre todo a la de nuestras vidillas miserables reducidas al silencio de la televisión.
Cosa huera y ruidosa es la vida cuando se sume en el destino banal del simpensar. Tal vez convendría plantear una sola pregunta, una pregunta insular en el océano desdibujado de la desgracia: ¿Cómo pensar la hermandad profunda, la hermandad silenciosa que liga a la vaciedad con el estruendo?
Cuando el pensamiento se vacía de sus entrañas, tal vez le acontece algo similar a lo de aquel bisonte representado en las cuevas de Lascaux, hace aproximadamente 15 mil años, según las investigaciones de Bataille.[2] Sólo que me parece pasada, ya con mucho, la hora de apoyarnos en comparaciones añejas para soportar la desgracia del presente. Ninguna referencia al hombre paleolítico o neolítico podrá esclarecer en lo más mínimo la miseria actual de nuestra condición. Y lo que es aún mucho peor: ninguna referencia al animal originario, a la Bestia herida en el origen, ni a la Herida originaria de la Bestia, ni al escenario primitivo de un destripamiento, podrá nunca servir de analgésico para la vergüenza que nos invade desde las tripas, y de la cual no queda exento, por supuesto, nuestro cerebro: esa tripa desgastada que coquetea en vano con el aire.
Cuando el débil resplandor del Cielo arruina por principio el fundamento absurdo de nuestras tareas, cuando la espesa voz de los idiotas nos convida y obliga a hacer algo en fecha y hora fija, no basta con la risa y con la holganza.
No bastan los estertores risueños de los cuerpos de las niñas violadas. No basta con quejarse, aunque sea entre risas.
Haría falta inventar un puñal pensante, una pistola reflexiva.
Pero es exactamente lo que no hay, lo que hace valer el poder.
El poder sólo es poder en la medida en que hace valer lo que no hay: la nada trasformada en valor, el grito de las mujeres violadas o de los lechones sacrificados, hecho discurso de redención, entregado a la Cruz, a la indecencia oficial de la Cruz.
Por eso, aquella cruz que un cura se atrevió a levantar en los escombros de Manhattan, contando con la bendición laica y asesina del Pentágono, era sin duda la cruz que todos los “globalizados” –como ellos dicen- cargamos desde antes de nacer: algo así como la apoteosis de la Educación –quiero decir de los sistemas, ya que no sólo hay uno, que tratan de presentar la tortura organizada como una esperanza de vida.
Bajo semejante empresa de “racionalización”, me temo que sólo podrá sobrevivir un número selectísimo de imbéciles.
Para mayor gloria del dios del “Internet” que, según me cuentan, es ahora, precisamente, el bálsamo de las víctimas.
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Notas

[1] Ya que, según parece, propio es de toda civilización el verse imposibilitada para pensarse a sí misma. Al que no acepte esta tesis, habría que preguntarle cómo se explica el hecho de que cualquier civilización se haya visto precisada siempre, para facilitar su despliegue, de recurrir a una masa ingente de impensantes. En cualquier etapa de su desarrollo (en sus comienzos, en su apogeo, o en su decadencia) las civilizaciones han vivido a condición de que la mayoría de los humanos que las sufren se abstenga de cuestionar sus fundamentos. Cuando este régimen de abstención deja de ser mayoritario y cuando las creencias que lo respaldan pasan a ser patrimonio de una minoría, cualquier civilización desaparece.
Con esta consideración no aclaro, desde luego, lo que dejé preguntando arriba: ¿en qué sentido el propósito técnico antecede a toda civilización? Y, para desplazar la pregunta a un espacio más “prospectivo”: ¿sobreviviría semejante empeño a una eventual ruina de las civilizaciones? ¿Será acaso pensable una alianza perdurable de las ciencias y la técnica con la barbarie? Se trata sin duda alguna de preguntas tanto más acuciantes cuanto necias. Y la necedad de las mismas se deriva de la obligación en que se ve todo civilizado de inventarse una barbarie a su medida, para después sentirse amenazado por ella. En cualquier caso, más allá de estas distinciones tan pueriles como criminales, nadie podrá negar que bárbaros y civilizados, bárbaros civilizados y civilizados barbarizados, han comulgado siempre con ese común delirio que consiste en querer “transformar el mundo”. Hay en los hombres una voluntad delirante que precede y atraviesa cualquier construcción civilizadora. Sería precisamente la operación de ese delirio lo que convendría examinar.
[2] G. Bataille, Lascaux ou la naissance de L`art, (Ginebra, Jkira, 1995); y sobre todo Les larmes d`Eros (1961, Jean Jacques Pauvert)